domingo, noviembre 16, 2014

El Don de encontrarnos




El don de encontrarnos

Sangre, ya no veré sangre.
Sin embargo todo en ella nos llama.
Todo lo que en ella late,
todo lo que en ella alienta,
nos requiere, nos convoca
nos urge al abrazo.
Nos exige, nos demanda
una entrega inapelable, total,
en lo efímero de nuestros tiempos.

Sangre, ya no veré sangre.
Serán otras formas muy distintas las que nos regalaremos.
Serán otros los frutos que convocaremos,
otros, nacidos de la base misma de nuestras entrañas.

Así, despojados, entraremos uno en el otro
como entra en todas las cosas la luz al retornar.
Compartiremos aires de alturas, colores en las mejillas,
todos esos juegos desesperados, urgentes, cargados
de jugos, de flujos. Aguas dulces de toda esa vida
que nos atraviesa para alejarse como un río imparable.
Un río que sigue hasta dejarnos perdidos,
apenas dos ramas retorcidas,
soldadas la una a la otra de tanto frotarse,
de tanto y tanto lastimarse con ausencias.

Flores, serán flores las que crecerán de nuestras plantas,
flores que tendrán piedad de mis años.
Flores que brotarán de nuestras manos
que se extenderán silenciosas para tomarnos,
para entregarnos lo mejor que de nosotros ha quedado,
unos cuerpos, que se han ido desgajando, perdiendo,
apartándose, ante el dolor que también causa cada entrega.

Beberemos de todos nuestros aromas,
de todos y cada uno de nuestros líquidos.
Tan profundo y estrecho será el abrazo
que por unos instantes no existirá la muerte,
ni los otros, ni la nada.
Apenas ese nuevo ser,
toda esa magia de nuestros alientos,
aire ya respirado por dioses indulgentes.

Viviremos la magia de que no exista nada fuera de nosotros,
raíces entrelazadas, tallos fusionados,
cuerpos cuyas carnes arden en una sola hoguera.

Nosotros, destinados a perdernos, a dejar de ser.
Pero ¿qué importa eso?
¿Qué importa cualquier otra cosa
cuando es la vida la que nos da de beber de su copa?
¿Qué importa nada cuando es Ella la que nos alimenta
con sus pezones agrietados de tanto prodigarse.

Ella plena de mieles y néctares
rezumados de nuestras heridas,
condensación de nuestros sudores,
de todos y cada uno de nuestros gemidos
convocados por la necesidad que nos exige seguir adelante.
Adelante, paso a paso, por caminos que también nos alejan,
nos pierden en esa vastedad que, sin embargo,
nos ha concedido la gracia, el don de encontrarnos.